"Soy la orilla de un vaso que corta, soy sangre"

lunes, 3 de enero de 2011

Lluvia ácida

[Como mi amigo Moisés me dijo que le gustaría hacer de la crónica que hice una novela gráfica, la revisé , le cambié una que otra palabra y corregí los errores ortográficos. Sigue estando incompleta, pues se acaba súbitamente en lo que fue solo la mitad de esa noche de parranda.]

Lluvia ácida

Me había llegado con correo electrónico invitándome a un homenaje a Rockdrigo González, en el que fue su aniversario luctuoso numero 25. Ese era un sábado lluvioso, con un huracán amenazando en el golfo de México. Aun no eran las 8 de la noche, un cielo muy gris y muy cerrado se cernía sobre Monterrey, con lluvia intermitente, pero constante. Me dirigía al metro, estación Talleres. Un parejo mar de gente le hacia competencia al mar de agua en que se habían convertido las calles de la cuidad. Gente de todo tipo, edad, sexos y colores se abalanzaba al vagón del metro, todos queriendo entrar primero, no sé si para alcanzar un lugar sentados, por el miedo de quedarse afuera del vagón, o por la simple inercia de la vida agitada y acelerada en la que nos desenvolvemos. El caso es que todos quieren entrar primero, aunque eso signifique atropellar a quienes quieren salir del vagón. Como de costumbre no alcanzo lugar sentado. Así que escaneo el resto del vagón con la esperanza de encontrar un lugar vacío. Hay uno en medio del vagón, a un lado de un travesti. Me siento y a mi lado derecho hay un hombre de baja estatura y piel muy morena, parado, y balanceándose de lado a lado, amenazando con dar un costalazo cada vez que sus rodillas flaquean, ahogadas en alcohol, igual que él. Un guardia del metro que acababa de salir de su turno y se dirigía a su casa lo aborda, y lo acompaña hasta la estación siguiente, ante la mirada atenta y morbosa del resto de la gente del tren.

La lluvia ha hecho que me rastrase. Quedé de verme en la estación Del Golfo con David a las 7:40, son las 7:20 y apenas estoy en San Bernabé. Mi obstinación por llegar siempre a tiempo hace que saque de mi bolsillo el celular último modelo, de esos con lamparita, para avisarle a mi amigo que llegaré tarde.

El clima lluvioso ayuda a que el metro este bastante vacío. Una sensación de soledad acompaña al resto de la cuidad, cuyas calles se ven bastante solitarias. Es como si cada vez que lloviera sobre Monterrey, lo ácido de nuestra existencia se transfiriera al agua que cae, haciendo de esta una corrosiva lluvia que obliga a los habitantes de la ciudad a refugiarse en sus casas. Mejor para mí, camino con más tranquilidad.

Llego a Del Golfo a las 7:50. David no ha llegado. Abro mi paraguas, salgo de la estación para encender un cigarro. Un joven de brazos tatuados y ropa negra me mira con envidia, será por el cigarro o por el paraguas, o por ambos. Extraña combinación, un aparato de alambres y lona y un tubito de tabaco pueden ser objeto de envidia. Como quiera que fuese, faltan minutos para que oscurezca por completo, una llovizna se deja caer sobre la cuidad, el viento frío sopla llevándose el humo de mi cigarro.

En el siguiente metro llega mi amigo, sin paraguas. Caminamos por Colón, al lado de los cabarets, mientras David me platica de su fobia a andar por estas calles, en las que lo han asaltado a él y a sus colegas en varias ocasiones. A mi no me a ha tocado. La charla amena sobre películas de zombies hace mas corto el camino, y nos quita de la boca el tema de los asaltos, aunque no de nuestras cabezas.

Nos dirigimos a un lugar llamado El Pantano, muy ad hoc a la situación del Monterrey empantanado por un leve aguacero. La coneja, El shampoo, un bar anónimo de ficheras, El Palmas. Y mi amigo se lamenta al encontrar a El Mangoz clausurado. Caminamos por Carlos Salazar, una calle bien céntrica, en el primer cuadro de la cuidad, pero con ambiente de colonia marginal, con su aceras completamente oscuras, flanqueadas por edificios abandonados y en ruinas. Por fin llegamos. Un letrero de Carta Blanca con el nombre del bar nos da la bienvenida. Entramos con nuestros cigarrillos encendidos. El Pantano es un lugar de karaoke, pero con el estilo de cualquier cantina anónima del centro. Mesas de Carta Blanca, sillas negras, una barra bastante jodida, donde una señora de avanzada edad y corta minifalda atiende a los fieles parroquianos. Le pregunto temeroso si es el lugar del homenaje al profeta del nopal, me contesta que si, pero que es a las 9 de la noche. Fieles a la costumbre, citan a la gente 1 hora antes, para empezar 2 horas después.

Amenizados por los parroquianos que entonan sones de Joan Sebastian, de los cadetes, nos sentamos cerca de la barra a devorar cigarro tras cigarro, mientras 2 Indio esperan serenas en la mesa. Yo con ganas de hacer el ridículo, y de molestar a la gente del lugar, pongo una canción del Tri y una de Café Tacuba. La del Tri la canto con algo de pena, y la de Cafeta la canto acompañado de David, con más pena que yo. Pero los borrachos, lejos de molestarse, se divirtieron viéndonos hacer el ridículo, aunque no se atrevían a aplaudirnos con tanta euforia como lo hacen entre ellos.

Se termina la parte de rock, y seguimos con rancheras, boleros y demás. Bastante deprimentes canciones para un día de por si deprimente y gris.

Espejos, fotografías de Pancho Villa y posters de Tecate “adornan” las dizque blancas paredes del lugar, de lo que alguna vez fue una vivienda. Los rincones inútiles, el deforme patio y los improvisados baños hacen que el lugar tenga un aire surrealista. Mientras que 2 jóvenes con aspecto metalero sentados en una esquina son la cereza en el pastel, obviamente nosotros.

Como a las 9 de la noche empieza a llegar la gente que va al tributo. Desentonan igual que nosotros. Ya con un par de cervezas entre pecho y espalda, tengo que aventurarme al baño. Es como si toda la vibra triste se congregara en ese lugar. Las blancas y sucias paredes, el piso encharcado, el foco que proyecta una lúgubre luz amarilla, la cañería improvisada del mingitorio, el lavamanos igual de improvisado. Tengo que salir de aquí rápido.

Mesas llenas de rockanroleros y rucanruleros empiezan a poblar el antes triste bar, y le cambian completamente la cara. Las maduras meseras no se dan abasto con tanta mesa, y sus altos tacones y faldas no les hacen más fácil la tarea. Como a las 9 y media ponen un documental de Rockdrigo, mientras acaban de preparar el escenario que, claro que si, es una destartalada estructura de madera que tienen que empujar desde uno de los rincones hacia el centro del lugar. Ya a las 10, un joven de largo y alborotado cabello, ataviado con una sudadera gris bajo una camisa de cuadros desabotonada hace su aparición arriba del escenario. Se avienta 4 ó 5 canciones de Rockdrigo, la última, la balada del asalariado, hace del ahora alegre lugar una parodia de la vida de quienes asisten al karaoke bar regularmente.

10 y media. Nos largamos de ahí, pues mi amigo Josué organiza un tributo a la Parálisis Permanente (banda de post punk española de los80s) en lo que antes fue el Cine América, un cine porno, y ahora convertido en lugar de tocadas de rock, el Rock Amerika (si, con “k”, para enfatizar). Subimos a un taxi que se acaba de parar frente al Pantano para bajar a más banda rockera. Llueve más fuerte. Nos enfilamos por todo Carlos Salazar hasta Venustiano Carranza. El Siamesas, Tango, Sabino Gordo nos escoltan hasta llegar. 20 pesos. Lluvia.